Desde finales de la década de 1970, la importancia del archivo en su dimensión ontólogica e integradora, ha adquirido una figuración que lo ha posicionado como un área y especialidad en sí misma, siendo también un elemento estructurante desde una perspectiva multi, inter y transdisciplinar bien conocido para las ciencias sociales y humanas, particularmente a historiadores, historiadores del arte, antropólogos, arqueólogos, artistas, entre otros.
Hablar de archivo hoy en día, exige una sofisticación mayor, ya que progresivamente se ha ido dejando atrás su decimonónica concepción de ser visto como un elemento auxiliar o funcional a la labor de investigadores que recurren a él con el fin de extraer el conocimiento que en él se encuentra supuestamente oculto.
El proceso selectivo de constituir un archivo, sabemos que no es inocente; es ideológico y afectado por momentos y contextos que obligan a argumentar las razones, del por qué y para qué desplegar esfuerzos para perpetuar un registro, siendo relativamente fácil encontrar argumentos, los que pueden circular entre razones políticas, esfuerzos individuales, hasta razones estéticas; todas válidas.
En su “Arqueología del saber”, Michel Foucault proyecta al archivo en su dimensión enunciativa, entendiendo al enunciado en su función y capacidad de dar cuenta de la existencia en cuanto algo tenga lugar.
Esta razón, que en palabras simples puede señalarse como “evidenciar existencia”, hace cada vez más necesario el poder contar con instancias registrales que puedan dar cuenta de la naturaleza polisémica del archivo, que en su concepción contemporánea supera, la ya mencionada naturaleza arcóntica asociada al registros de estructuras administrativas que organizaron y organizan el quehacer de los Estados, abordando también la naturaleza investigativa , memorística, patrimonial, funcionalidad a la ciudadanía, e incluso su orientación contemplativa.
He ahí su importancia.